miércoles, 22 de marzo de 2017

Los mareantes del Puerto de la Cruz

          Siguiendo con el hilo de las últimas crónicas destinadas a narrar los primeros tiempos del Puerto de la Cruz de la Orotava, voy a tratar en ésta un aspecto que a mí me parece  fundamental, puesto que como ya he afirmado en una crónica anterior, el Puerto de la Cruz le debe todo lo que es al mar y trataré de demostrar en lo tocante a esta crónica, la veracidad de este aserto.
            Parece indudable que si el mar o la mar, como nos gusta decir a muchos portuenses, fue tan importante, debemos preguntarnos el por qué de esta afirmación.  Para dar una explicación razonable comenzaré afirmando que los pueblos de las medianías del Valle de la Orotava como  fueron la Orotava, los dos Realejos, el llamado Alto y el Bajo, que como es bien sabido se unieron para formar un único municipio conocido acertadamente como Los Realejos, tuvieron como principal fuente de vida la agricultura pues poseían tierras feraces y agua en abundancia, lo que propició su rápido desarrollo.
          Como ya he comentado en las anteriores crónicas, las circunstancias de nuestro municipio fueron muy diferentes, pues a la carencia de tierra apta para la agricultura se unía la casi nula disposición de abundante agua, tan o más indispensable que la propia tierra. Una vez sentadas estas premisas, podemos entender que el desarrollo de nuestro pueblo, su riqueza y prosperidad se ha basado desde sus primeros tiempos en la circunstancia de ser puerto de mar y ese hecho condicionó que la actividad principal de sus moradores estuviera claramente orientada hacia el trabajo en la mar, hasta el punto de que es posible afirmar que la inmensa mayoría de la población primitiva de nuestro pueblo, o era mareante o vivía del comercio, con la aclaración de que este comercio se efectuaba a través de los productos que llegaban y salían del pueblo por vía marítima, con lo que esencialmente los comerciantes también vivían de la mar.
El oficio de mareante
           Sentada la premisa anterior, se comprende perfectamente que la principal fuente de trabajo con que los primeros habitantes de nuestro pueblo se ganaban la vida era de su trabajo en el mar, o como se decía por entonces de su trabajo como mareante.  Es ésta una palabra que según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española se aplicaba a las “personas que profesaban el arte de la navegación” y como ejemplo de su uso utiliza el término de Cofradía de Mareantes. El mismo diccionario antes citado ofrece en la misma entrada otra versión del significado del mismo término, definiéndola esta vez como, “comerciante o traficante por mar”, a la par que añade que es un término que actualmente está en desuso.
              En resumen, por mareante se designaba antiguamente a aquellas personas que se ganaban la vida trabajando en el mar, lo que en cierto modo viene a equivaler a lo que hoy llamamos marineros o marinos. El importante matiz que creo debe tenerse en cuenta, es que hasta hace muy poco tiempo, el término marinero en nuestro pueblo era casi totalmente equivalente al de pescador, mientras que el antiguo mareante es algo más genérico y creo que debe tomarse como aplicable a las personas que practicaban un oficio tal que se ganaban la vida trabajando en el mar, lo que en cierto englobaría asimismo a los pescadores.
            No obstante, la inmensa mayoría de los mareantes de nuestro pueblo no se ganaban la vida pescando, sino más bien acarreando mercaderías desde la costa hasta los barcos que atracaban en sus cercanías y ayudando a la tripulación de los navíos a izarlas a bordo de los barcos atracados. Indudablemente, se debe incluir en el trabajo la operación inversa, es decir, el traslado de las mercaderías que llegaban a nuestro pueblo, procedentes de otros lugares de la misma isla, de otras islas o del continente europeo y en algunos casos el continente americano, hasta la tierra firme, para proceder a su descarga en la costa.
              Conviene no perder de vista que desde la segunda mitad del siglo XVI hasta bien avanzado el siglo XIX, el Puerto de la Cruz no contó con un adecuado muelle que permitiese hacer más cómodamente la carga y descarga de las mercancías embarcadas y/o las desembarcadas, sino que en las épocas citadas estas faenas se debían hacer utilizando manos, cuerdas y poleas para izarlas o bajarlas, porque se carecía de muelle y de la técnica precisa que permitiría suplir el trabajo manual por el de una adecuada máquina.
              Debemos de tener en cuenta, además de lo ya citado, que en las épocas invernales la mar de nuestro pueblo no era precisamente una balsa de agua sino que en muchas ocasiones se agitaba de manera considerable y al no tener el reguardo de los muros de un muelle, el riesgo para los mareantes era muy grande y ello traería consigo naufragios y pérdidas de vidas humanas, tanto para las tripulaciones de los barcos que arribaban a nuestro pueblo, como de los mareantes que faenaban con las mercaderías.
Naufragios de barcos y pérdidas de vidas
            Pretendo con esta sección no hacer un macabro recuento de los naufragios y de las pérdidas humanas que ello provocó, sino más bien destacar con ello que a pesar del evidente riesgo que la profesión de mareante tenía en aquellos tiempos, la sufrida condición de aquellos y, por qué no decirlo, la escasez de otros medios alternativos con que ganarse la vida de manera más segura o si se quiere menos arriesgada, impulsó a muchos de nuestros antiguos convecinos a practicar la peligrosa profesión de mareante. 
              Para poner de relieve los peligros que he comentado, voy a utilizar el apéndice de los Anales de A. Rixo, en uno de los cuales hace un recuento de los naufragios de barcos ocurridos a lo largo  de los años comprendidos entre 1801 y 1872. Se contabilizan treinta y cinco barcos perdidos de diversas categorías, tales como bergantines, fragatas, pataches y goletas, además de contar otros nueve entre lanchas, barcos, barcas y barquitos, siguiendo la terminología usada por el cronista portuense [1]. 
Los Capitanes de la Mar
        Existía durante los primeros tiempos de nuestro pueblo la figura de Capitán de la Mar, entendiendo como tal a una persona conocedora de las naves y los fondeaderos del Puerto de la Cruz, que no puede asimilarse al cargo de práctico de los actuales muelles, pues la principal misión de estos últimos es guiar a las naves a entrar en los muelles para su atraque, pero como es bien conocido hasta bien avanzado el siglo XIX no hubo en nuestro pueblo una infraestructura que pudiera ser equivalente a lo que hoy entendemos por muelle.
          Lo habitual en la costa portuense era que las naves quedasen fondeadas en los primeros tiempos en la zona conocida como Limpio Grande, que como comenté en una crónica anterior quedaba situada en la desembocadura del Barranco de San Felipe y que pronto fue abandonada por ir reduciéndose su fondo, debido a los periódicos aportes invernales del Barranco de San Felipe. Los dos fondeaderos más habituales de nuestro pueblo eran el llamado Limpio Nuevo, situado en las afueras del actual muelle pesquero y el llamado Limpio del Rey, que se ubicaba en la zona comprendida entre el actual Penitente y el Pris, tal como comenté con más detalle en la crónica anterior. 
              A pesar de lo comentado anteriormente, consta de manera fehaciente la existencia del cargo de  la Mar y de ello da constancia A. Rixo en su obra "Descripción histórica del Puerto de la Cruz de La Orotava”, en la que dedica un amplio comentario a la figura de Capitán de la Mar, que por ser prácticamente la única fuente de noticias que se posee sobre este tema voy a reproducir literalmente [2]. “Desde el año de 1672, consta que había ya un empleado a quien llamaban Capitán de la Mar, el cual entendía en los fondos de las naves y cosas pertenecientes a la marina, pero no tenía jurisdicción alguna, que se sepa. Entonces lo ejercía Julián Lorenzo; asimismo parece que antes lo había sido un tal Cristóbal Sánchez (registro ante Bartolomé Romero, fos101 y 301. Del registro del mismo escribano Hernández Romero, se ve que en enero de 1644, folio 1vº, ya era Capitán de la Mar Julián Lorenzo).
              El que estos empleados tengan título por el Rey es bien antiguo, pues Felipe García en una escritura que hizo de renuncia de la Capitanía de la Mar, dice que la había estado ejerciendo mucho tiempo (1709 ya aparece) en virtud del nombramiento firmado por el Rey. Y arrepentido a pocos días, lo volvió a reclamar por considerar preciso dicho empleo para subsistir con sus emolumentos (ib. ante Baltasar Bandama, 1722, fos112 y 122, 15vº y 237vº).
             En 1730 lo ejercía Gaspar Domínguez, a quien siguió Cristóbal Oliva. Se confería entonces y siempre este cargo, a cualquiera vecino honrado del país que supiese algo de náutica con prácticas en sus primeros años de este Puerto y sus aguas.  Y por muchos años hasta el de 1811, lo había D. Juan González Acevedo, vecino náutico de este pueblo. El actual capitán de puerto, D. José Joaquín de Iturzaeta, es el primero peninsular y con título de alférez de fragata, que ha conseguido desde aquí mismo, pero con sueldo.  Entró a ejercer en 1812, en cuyo tiempo se le señaló asiento en la Junta de Sanidad, donde le corresponde el inmediato superior después de los diputados de ella. Este orden llegó a estar invertido por ignorancia de los alcaldes, y se le permitía sentarse a su inmediación hasta el mes de febrero de 1828, que el comandante general lo declaró. También desde que el gobierno de los montes estuvo a cargo de la Marina fue encargado en su distrito.
              Los emolumentos de este capitán de puerto son 66 reales de vellón por cada fondeo de barco extranjero. Pero si tienen lanchas propias como suele suceder, y éstas trabajan en rocegar u otras cosas de los buques, cobran la soldada o proporción que les corresponde”.
  En relación al tema que nos ocupa en este apartado, el mismo autor citado anteriormente, comenta  que en el año 1782, el Capitán de la Mar era Manuel de Armas y narra el incidente que éste tuvo con el por entonces Alcalde Real portuense Guillermo de Mahony . Por creerlo interesante reproduzco literalmente el párrafo de A. Rixo:“Había en nuestro pueblo la corruptela de que el día 3 de mayo en que se celebraba la Cruz, Patrona de este lugar, el Prioste de la fiesta llevando su báculo de plata en la mano, presidía en la iglesia y procesión al Alcalde y demás miembros del Ayuntamiento, sucediendo otro tanto el jueves santo. Fue Prioste de la Cruz, el Capitán de la Mar D. Manuel de Armas y al tiempo de ponerse en el banco ocupando el primer lugar, el Alcalde Real, Guillermo de Mahony, le tomó por el brazo y le quitó de allí diciendo:”ese puesto corresponde al Juez”. Y aunque Armas alegó la costumbre, que creía privilegio, no hubo remedio. Se alteró la concurrencia y el clero se resistió a salir con la procesión a la calle, por causa de esta civil innovación. El señor Alcalde, en voz alta, les multó con 50 ducados y entonces salió dicha procesión, pero no el Prioste, quien prefirió retirarse a su casa. Se elevó este incidente a la Real Audiencia y de hecho lo ganó el Alcalde, cuya Real Provisión se halla en el protocolo más antiguo del ayuntamiento. Desde esa época, lo señores Alcaldes han honrado al Prioste dándoles el lugar inmediato a ellos. La gestión de Mahony, sin una previa insinuación a un vecino honrado y pacífico, es lo que merece tacha” [3].
  Parece deducirse de este comentario, que el cargo de Capitán de la Mar tenía una notable relevancia en nuestro pueblo, hasta el punto de ser nombrado Prioste de la Fiesta más importante que se celebraba por aquella época, pues como todos sabemos La Cruz fue durante siglos la única Patrona de nuestro pueblo, aunque desde hace algunos años comparte este honor con el Gran Poder de Dios y la Virgen del Carmen, cuyo nombramiento como copatronos tuvo lugar bajo la alcaldía del fallecido Marcos Brito Gutiérrez.
El Barrio marinero de la Hoya
  Probablemente una de las calles más antiguas del Puerto sea la que hoy conocemos como calle de La Hoya, pues constituyó desde los primeros tiempos de nuestro pueblo la entrada a la Caleta del Puerto de la Orotava viniendo desde Santa Cruz, (y la salida en sentido inverso), y hasta cierto punto era como una prolongación natural de la Calzada de Martiánez, es decir, del Camino Real que bajaba desde la Ermita de la Paz hasta el Puerto.
  Por la razón comentada, la calle de la Hoya tuvo especial importancia y además porque en las últimas décadas del siglo XVI, los por entonces escasos habitantes del Puerto de la Orotava sólo tenían una ermita cercana, justamente la Ermita de Nuestra Señora de la Paz, situada como es bien conocido sobre el Acantilado de Martiánez y para llegar a ella el camino más corto y adecuado era la Calle de la Hoya hasta empatar con la Calzada de Martiánez, después de atravesar el barranco del mismo nombre.
            
                                      Calzada de Martiánez. Autor anónimo
 La calle de La Hoya es una de las pocas calles portuenses que desde el comienzo fueron designadas con un apelativo no relacionado con el nombre, apellido o apodo de alguno de los vecinos que en ella vivieron o seguían viviendo, hecho muy común en los primeros tiempos para designar a las calles, que por aquella época no tenían asignado nombre propio. 
 En estos primeros tiempos era muy común hablar de calles reales, indicando para reconocerlas y diferenciarlas entre sí, los lindes de la casa de un vecino bien conocido, o algún obstáculo natural existente en la calle. En apoyo de que la calle de La Hoya fue conocida desde el siglo XVII con el mismo nombre con que hoy la designamos, citaré que en 1683, Beatriz Luis, viuda de Matheo de Abero, vendió a su cuñado Andrés de Abero, Capitán de Mar del Puerto, dos moradas de casas terreras, con paredes hechas de piedra y barro, cubiertas de tejas y con la madera de tea, cuyos lindes eran: por arriba, sitio de Antonio Juan, por naciente otra calle real y otros linderos y por abajo, la calle real de la Hoya [4].
 Vemos pues, que ya desde finales del siglo XVII la calle tomó la actual denominación de Calle de la Hoya, aunque en varias ocasiones aparece designada en los protocolos notariales de algunos escribanos, con calle de La Joya, probablemente por el defecto de pronunciar la letra hache como si fuese una jota. Lo más probable es que la calle deba su denominación al pronunciado desnivel que existía y aún existe, entre la parte que va desde el Barranco de Martiánez hasta la entrada a la zona recreativa de San Telmo. A partir de aquí, comienza un tramo ligeramente ascendente hasta su encuentro con el comienzo de Santo Domingo y Zamora, quedando ya casi horizontal entre la zona citada y su encuentro con la calle Cólogan.
 Vivir en esta calle y particularmente en la zona situada más hacia el este, es decir, en las cercanías del Barranco de Martiánez tenía su riesgo en las épocas de invierno, pues durante los siglos pasados en más de una ocasión el citado barranco cuando corría de manera torrencial en las épocas invernales, se salía de su cauce y las aguas bajaban por la calle de La Hoya hacia San Telmo, con el natural susto y preocupación de los vecinos de la zona. Este hecho fue corregido a finales del siglo XIX, construyendo un contrafuerte a la altura de la Plaza de Viera y Clavijo, para que el barranco no inundara la zona este de la calle citada.
 La mayor parte de los mareantes de nuestro pueblo a lo largo de los siglos XVI y XVII, vivieron como es natural y lógico en zonas cercanas a la mar y durante mucho tiempo algunos habitantes de nuestro pueblo han creído que los mareantes de las primeras épocas vivieron, al igual que los hicieron los de los siglos XVIII en adelante, en el barrio marinero por excelencia de nuestro pueblo, es decir, en el barrio de La Ranilla. Esta creencia es un error bastante generalizado, pues la zona que abarca actualmente el citado barrio, en los primeros tiempos de nuestro pueblo no estaba habitada, evidentemente por los riesgos que entrañaban los mares de leva que periódicamente aparecían en las época invernales.
 Como una evidencia que apoya esta opinión mía, aporto el plano de Próspero Casola, ya reproducido parcialmente en la crónica anterior, en la que se ve que en la zona costera que actualmente ocupa el citado barrio de La Ranilla, había colocadas toda una serie de pivotes de madera rellenos de piedras, con el claro objeto de tratar de frenar el ímpetu del mar y evitar que llegase a tierra con toda su fuerza intacta. Los pivotes destrozaban parcialmente las olas y casi con toda seguridad servían de freno que trataban de disminuir los destrozos que podían causar. En el plano los pivotes están nombrados como trincheas, que equivale a nuestra actual palabra trincheras.

    Fragmento del plano de Próspero Casola, con las trincheas. 1634 
 La primera imagen que pongo a continuación reproduce la zona que fue conocida como el Charco Cha Paula, que como todos sabemos corresponde a la zona que actualmente está destinada a aparcamiento y donde instalan las atracciones de feria en las fiestas.

  El Charco de Cha Paula, en el bajío del muelle. Foto A. Pasaporte. 1931. 
                                    Coloreada por R. Afonso Carrillo
 Las dos siguientes imágenes, que también corresponden a la segunda mitad del siglo XX, dan clara prueba de la furia del mar de leva cuando azotaba la costa de nuestro pueblo y muchos de los lectores de más edad, recordarán sin duda, los temporales marítimos de algunos inviernos.  En los Anales al hablar del año 1809 se cita que “el día diez de febrero hubo furioso mar de leva, que llegó a la Plaza del Charco” [5] y otra cita respecto de la furia de los mares de leva la tenemos en 1838: “La parte de trinchera o empalizada que defiende la cuadra de la calle de Perdomo la rompió y por encima de sus ruinas subió furiosa la mar descargando por el lado del naciente sobre la casa de don José Pérez Chaves, la cual agujereó entrando por toda ella, llenando de consternación al inquilino don Guillermo Aguilar y familia, y de escombros la casa y las inmediaciones del lado den Noroeste. Subiendo por el costado del poniente de la Plaza del Charco, llegó el mar hasta la esquina de la calle de Puerto Viejo y también desde el varadero subió la esquina de la Calzada de Quintana” [6]. Y conviene no perder de vista, que la época en que se tomaron estas imágenes ya estaba construido el muelle, cuyos muros sin duda frenaban algo el ímpetu de las olas, lo cual permite entender lo que ocurriría en tiempos pasados sin el citado freno.

                           Mar de leva en el muelle portuense. Autor anónimo

Mar de leva en el muelle portuense. Autor anónimo
 El barrio de La Ranilla sólo empezó a poblarse a partir del siglo XVIII y por las razones anteriores relacionadas con el mar, los mareantes de los siglos anteriores, escogieron para asentar su vivienda la otra zona de nuestro pueblo, menos expuesta al embate de las olas y relativamente cercana los desembarcaderos. Me refiero al barrio de La Hoya, que como es bien sabido se extiende desde las proximidades del Barranco de Martiánez hasta la Plaza de la Iglesia.   

   Fragmento del plano de A. de la Rivere con la calle de La Hoya. 1741
 El plano anterior es un fragmento del plano de Antonio de la Riviere, que expuse en la crónica anterior, el cual reproduzco en esta para que pueda verse la zona de la calle de La Hoya y las construcciones que en la segunda mitad del siglo XVIII ya tenía. Me parece importante para la buena comprensión de los anteriores, comentar que el plano anterior data de 1741, momento en que ya estaba bastante avanzada la construcción y poblamiento del barrio de La Ranilla, tal como puede verse en el fragmento siguiente, donde ya aparecen trazadas las calles más importantes del citado barrio, así como la Ermita de la Peñita.  

Fragmento del Plano de A. de la Riviere, mostrando La Ranilla. 1741
  Retomando nuevamente el tema del barrio de La Hoya, vemos que en el plano donde aparece la citada calle, también estaba ya construida la nueva Ermita de San Telmo, ya que los mareantes para facilitar el asentamiento de la comunidad de monjes de La Orotava en nuestro pueblo, le cedieron a la primitiva ermita que habían construido, razón por la que inicialmente el convento y la calle en que éste se hallaba, tomaron inicialmente el nombre de Calle de San Telmo, que tiempo después se cambió por el de Santo Domingo, por ser pertenecientes a esta comunidad religiosa los monjes los que tomaron la primitiva ermita de los mareantes. 
  A este respecto me parece interesante resaltar que con el nombre de La Hoya se designaba en la antigüedad no solo la calle y zona cercana al Barranco de Martiánez, sino que tal como puede verse en el plano siguiente, el apelativo se utilizó para designar prácticamente toda la zona comprendida entre el citado barranco y la Plaza del Charco.

                                             Detalle del Mapa de Pascual Madoz. 1849. Coloreado por R. Afonso Carrillo.
      

Las imágenes siguientes muestran varios aspectos de la citada calle de La Hoya. En la primera, muy antigua, se ve que todavía quedaban solares sin construir y en la segunda, más moderna, se ve el comienzo de la calle de La Hoya y la casa de la familia de D, Francisco García Gutiérrez, que después se convirtió en el Hotel Martiánez.

                Antigua imagen de la calle de La Hoya. Autor anónimo
     A la derecha la Calle de La Hoya. Foto subida por Miguel Bravo

         La calle de La Hoya, en la poda de sus árboles. Autor anónimo
                           
                            La calle de La Hoya, cerca de su cruce con Zamora. Coloreada por R. Afonso Carrillo 

 La calle de La Hoya una de las pocas calles portuenses que tiene desde antiguo arbolado en sus márgenes, pues a comienzos del siglo XX, la calle fue plantada con árboles, permaneciendo así hasta nuestros días. En la última de las fotografías anteriores se aprecia la poda de los árboles ya bastante crecidos. Al igual que ocurrió con otras calles de nuestro pueblo, la calle de La Hoya cambió de nombre durante la segunda república, periodo durante el cual fue llamada calle de José Nakens (1841-1926), en homenaje al periodista en homenaje al periodista republicano del mismo nombre. En la imagen siguiente se muestra al citado periodista, que nada tuvo que ver con nuestro pueblo y que a pesar de ello por razones ideológicas, le fue dado su nombre en detrimento del original que durante siglos había mantenido la citada calle. 

                                    José Nakens (1841-1926)
  Conviene no obstante, no considerar, que sólo fueron los republicanos los que incurrieron en el error de poner nombre de políticos o ideólogos de un partido determinado, a los lugares más emblemáticos de nuestro pueblo, pues en ese mismo defecto reincidieron y con más fuerza si cabe, las fuerzas de la derecha española, que después de la Guerra Civil pusieron nombres a calles de pueblos y ciudades canarias, de los que habían sido sus líderes destacados durante la contienda citada.
             Finalmente, me parece interesante destacar, que desde tiempos remotos existió una pequeña calle o callejón, como así era conocido, que permitía pasar directamente desde la zona alta de la calle de La Hoya, hasta la Ermita de San Telmo, y que fue conocido como Callejón de San Carlos, que se muestra en la imagen siguiente. El citado callejón despareció durante la gran remodelación de la Zona de Martiánez llevada a cabo durante la alcaldía de Isidoro Luz Cárpenter, siendo absorbido por la Avenida del General Franco, que actualmente recibe el nombre de Avenida Familia Bethencourt Molina. 
 Callejón de San Carlos. Autor anónimo
La Escuela del Gremio de Mareantes
     El Puerto de la Cruz careció de escuelas públicas durante hasta el siglo XIX y me parece importante reseñar que al comienzo del citado siglo, concretamente en 1801, falleció en nuestro pueblo una dama francesa, Dª Margarita Bellier Gerard, nacida en Tolón (Francia), de cuya vida ya me ocuparé por su notable interés en otra crónica. Aquí sólo quiero indicar que en su testamento cerrado, que había otorgado en 1769, legó la notable cantidad de tres mil ochocientos pesos para la formación y el establecimiento de una escuela pública de primeras letras. Reproduzco aquí el apartado de su testamento en el que hace la manda comentada. “ordeno asimismo, que el equivalente a la cantidad de 3.800 pesos, se destine e invierta aquí, cuando yo fallezca, en el establecimiento de una escuela pública, gratuita de primeras letras, que dispondrán D. Antonio Abad Betancourt y D. Bernardo Cólogan Valois, dando todas las disposiciones y reglas que le parezcan conducentes para su mejor estabilidad, gobierno de ella e instrucción de la juventud, usando en la materia de las más amplias facultades que les tengo concedidas y nombrando para después de sus días, otros sujetos vecinos de este mismo Puerto, para que tengan a su cuidado y dirección un establecimiento tan útil y de primera necesidad de que hasta el presente se ha carecido, con declaración de que estos mismos dos electos nombrarán otros dos y así, sucesivamente, se irán nombrando unos a otros. Y a todos les encargo el cumplimiento de esta mi piadosa disposición y que en todos los días en que se dé escuela, al tiempo de despedir a los niños, el maestro, juntamente con ellos, rece un Padrenuestro por mi alma, las de mis maridos y demás ascendientes”.
     A. Rixo se hace eco de este importante legado y ello le suscita una interesante reflexión comparativa entre las ideas sobre la educación que por aquella época se tenían en Francia y España. Por su interés reproduzco el comentario:”Al llegar aquí no podemos prescindir de reflexionar acerca de la diferencia que hay entre instrucción e idea de nuestra nació a la francesa. Madama Margarita, extranjera y sin hijos ni parientas que educar en Tenerife, aunque si tenía sobrinos en Francia, repara y se acuerda que en este pueblo no había escuela pública para la enseñanza de la niñez. Cuando los naturales del propio lugar, con hijos, familias y conveniencias, en tantas generaciones, a ninguna se le había ocurrido la necesidad de tal establecimiento, para no criar descendencia en ignorancia culpable. Sin embargo, estos mismos hombres tenían grandísimo cuidado en legar muy crecidas sumas para sus pomposos funerales, dotaciones de imágenes, etc., sin considerar que parte de estos gatos sólo duraban cuánto los muchos blandones que alumbraban el contorno de sus cuerpos. Y lo que todavía admira más, es que los Ayuntamientos nunca se cuidaron de tan importante establecimiento” [7].  
           Dª Margarita Bellier, para garantizar la existencia de su escuela, dejó el dinero a rédito en manos de la casa de comercio de la Familia Valois, que después de diversas vicisitudes instalaron una escuela en una casa de su propiedad situada en la Plaza de la Iglesia, que aún se conserva y actualmente está destinada a Casa Parroquial. En una crónica anterior ya comenté que en esta escuela impartía enseñanzas el súbdito francés Louis Beltrán Broual, que murió asesinado en el llamado Motín de los Franceses de 1810 y que la escuela resultó completamente destrozada en la citada algarada, pues los amotinados cogieron los bancos de la escuela y todos sus utensilios, los despedazaron y los arrojaron a la cercana Plaza de la Iglesia, con lo que volvió a quedarse nuestro pueblo sin escuela.
 Otra importante labor llevada a cabo por el Gremio de Mareantes, fue el fomentar la formación de pilotos de navíos, que sólo se podía estudiar en el Colegio de San Telmo, situado en Sevilla. El Gremio de Mareantes  de nuestro pueblo tomó la costumbre de enviar al citado Colegio un joven realizar los estudios de Náutica, cargando el citado gremio con todos los costes de estudios, estancia y viajes, de modo que una vez terminados los estudios de uno se enviaba a otro y así sucesivamente. 
 Hay constancia documental de este interesante y acertado hábito debido al Gremio de los Mareantes, pues Rixo comenta en sus Anales al hablar del año 1776 lo siguiente [8]:Ocurrió este año aquí una desgracia muy rara o tal vez nunca vista en nuestro país y por lo tanto no merece pasarla por alto. En el callejón de las monjas vivía D. Miguel de Sosa, de profesión piloto, marido de Dª Bárbara Cabeza; y la mañana del días de esta señora, 4 de diciembre, se apreció un gatito extraño subiendo por la escalera; el marido chanceando la dijo, ”aquí tienes ya quien te venga a dar los días” y fue a halagar y coger al gato; más éste le mordió con tanta malignidad, que le atacó la hidrofobia de la cual murió a los 40 días, no obstante las medicinas que se le prodigaron. Desde entonces acá suelen encargar a los muchachos que nuestro pueblo, que tengan cuidado cuando juegan con los gatos. Sosa fue el último sujeto a quien el Gremio de Mareantes de este Puerto envió a estudiar Náutica al Colegio de San Telmo de Sevilla, a donde era costumbre o constitución enviar un joven, y formado éste iba otro. Uso útil y loable que mereciera conservarse”.
 El  Colegio de San Telmo de Sevilla, fue fundado por la Cofradía de Mareantes de esta ciudad, que no olvidemos jugó un papel importantísimo en el tráfico de España con Europa y muy particularmente con América, o las Indias como se decía en los siglos XVI y siguientes. Por esta razón y por el contacto que el Gremio de Mareantes portuense tuvo con ella, me parece oportuno dedicarle un comentario.
            La Cofradía y Hospital de Mareantes de Sevilla fue un poderoso instituto cuyos orígenes se remontan a mediados del siglo XVI, pues se tiene constancia de su existencia, al menos desde 1555. Se trataba de una cofradía que funcionaba de forma similar a las gremiales, pues reunía a un grupo muy determinado de profesionales, concretamente a “los maestres, pilotos, capitanes y señores de naos de la Navegación de Indias” y su misión fundamental era satisfacer las necesidades sociales y asistenciales de la gente de la mar.
           La corporación tenía una triple vertiente, a saber una devocional, siendo los titulares de la cofradía de la Virgen del Buen Aire, San Pedro y San Andrés. La segunda era asistencial, pues la cofradía tenía un hospital para curar a sus hermanos cofrades y la tercera era sociopolítica, pues se articuló para defenderse de cualquier persona o institución que lesionase sus intereses.
          La citada institución tenía su sede en el Barrio de Triana, que era el barrio marinero por antonomasia de Sevilla y luego se estableció en la calle del Espíritu Santo. Su iglesia fue inaugurada el día de la fiesta de Nuestra Señora de la O en 1573 y se denominaba oficialmente como Hospital de Nuestra Señora de los Buenos Aires, aunque vulgarmente era conocida como Hospital de los MareantesEn el último cuarto del siglo XVII, probablemente en torno a 1682, se trasladó a su nueva sede en el Colegio de San Telmo. En las reglas de esta institución se puede entrever toda su actividad financiera, asistencial y religiosa, pues la cofradía se sufragaba con de una cuarta parte de la soldada que se cobraba a los maestres de navío de la Carrera de Indias, aunque luego pasó a ser de media soldada, de las limosnas que se recaudaban en las alcancías que se ubicaban en los navíos y de las cuotas que abonaban los propios cofrades.
              Los servicios que esta cofradía prestaba a sus cofrades eran muy variados y abarcaban desde su asistencia en la enfermedad, el entierro, las misas de difuntos por los cofrades fallecidos, y el auxilio a los cofrades que cayesen enfermos. 
             Retomando nuevamente el Gremio de Mareantes portuense, y su hasta cierta punto parecida, aunque muy inferior labor al de su gremio homónimo de Sevilla,  debe destacarse que con el importe de las cuotas que pagaban sus afiliados, fundaron a su costa una escuela, hecho que narra con detalle el portuense Antonio Ruiz Álvarez, en su publicación la “Escuela del Gremio de los Mareantes”[9], artículo que voy a utilizar como base fundamental para dar a conocer la fundación de la citada escuela así como sus reglamento.
          Como ya cité anteriormente, en nuestro pueblo no existieron escuelas gratuitas hasta bien entrado el siglo XIX, por lo que todos aquellos que querían aprender a leer y escribir tenían que asistir a una escuela de pago y es preciso hacer constar que la mayor parte de los trabajadores de nuestro carecían del poder económico suficiente para pagar la escuela y por qué no decirlo, no consideraban importante ni necesario saber leer y escribir para poder ganarse la vida. 
             En este sentido los mareantes de nuestro pueblo fueron bastante avanzados, pues para paliar el problema del analfabetismo que se padecía entre la gente de la mar, tomaron la decisión de fundar a su costa una escuela gratuita destinada a  los hijos de los mareantes, con el fin de educarlos “no solamente en la Ley del Señor y obligaciones del Cristianismo de que se hallaban tan remotos, sino también para disipar su grosería e ignorancia, origen de muchos vicios y para adquirir nuevos conocimientos proporcionados a su actuación y que les serán muy útiles aún para sus intereses temporales, pues estos conocimientos los pondrán en estado de poner sus negocios en orden y arreglarlos con más inteligencia”. No sólo les movía en afán de enseñarles a leer y escribir, sino que consideraban que una vez aprendiesen a hacerlo, los mareantes serían menos groseros, más racionales y tendrían más probidad y conocerían más el aprecio a la virtud y la vergüenza del vicio”,
   Para poner en práctica su decisión de fundar la escuela, se reunieron en la Sala de Juntas que tenía el Gremio de Mareantes en la Iglesia Parroquial, el día primero de julio de 1804, Juan Francisco Bethencourt, José González de Acevedo, que por aquel entonces era el Capitán del Mar; Tomás García, Bartolomé Barrada, Gabriel González, Gaspar Real, Antonio Báez, Manuel Gutiérrez y el Mayordomo de la Cofradía de Mareantes Manuel de Armas, quien tomó la palabra para decir «Que bien notorio era a la Junta el deplorable estado en que se hallaba el Gremio Marítimo en punto de la educación y enseñanzas de sus hijos, pues llega a tal extremo de ignorancia de la Doctrina cristiana, que hay muchos hombres sin saber los primeros rudimentos de ella, por cuya razón, presentándose al Venerable Párroco para casarse, no se les puede administrar este Sacramento por su extrema y crasa ignorancia, de donde se originan pecados públicos y escándalos que turban la paz y la tranquilidad del Pueblo; y deseando poner remedio a males tan graves, proponía a la Junta que sería muy del agrado de Dios Nuestro Señor, muy útil al estado y ventajoso a este Gremio y a toda la república, establecer una escuela pública para los mareantes, la que debía situarse en el barrio que llaman de La Ramilla, en el que casi todos los de este arte tienen su habitación y morada, para que el más pobre pueda ir a aprender en ella, para lo que se debería tomar una casa en dicho barrio, para dotar perpetuamente un maestro de capacidad y buenas costumbres que, enseñándoles a leer y a escribir, pusiese todo su cuidado y desvelo en educarlos como católicos, enseñándoles y explicándoles la doctrina Cristiana no sólo a los muchachos, sino también a todas las personas de dicho gremio que al tiempo de su enseñanza y explicación quisiesen concurrir, para lo que tendrán entrada libre y franca en dicha casa”.
  Vemos ya que en la época del comienzos del siglo XIX, la mayor parte de los mareantes vivían en el barrio de la Ranilla, que había desplazado al Barrio de La Hoya como lugar elegido como vivienda, ya que desde finales del siglo XVI y durante la mayor parte del XVII, la Hoya fue el lugar elegido para vivir los mareantes de nuestro pueblo. Desde comienzos del siglo XVIII, y probablemente por el auge que fue tomando el embarcadero del Limpio Nuevo, que como sabemos estaba situado en las afueras de donde se halla el Muelle Nuevo, los mareantes fueron asentándose en el llamado Barrio de La Ranilla, que se convirtió así en el barrio marinero por excelencia de nuestro pueblo.
  Es interesante constatar el papel preponderante que jugaba la religión en esta época, pues junto a la preocupación por la enseñanza se destacaba sobremanera el educarlos como católicos y enseñarles la doctrina cristiana, no sólo a los muchachos, sino a cualquiera de los miembros del gremio que quisiera acudir cuando se explicase.
  En 1804, bajo la alcaldía de Bernardo Cólogan Fallon, se formó el padrón de nuestro pueblo, resultando que tenía 3806 habitantes, de los que treinta y tres eran monjas (se incluían tanto las profesas como sus criadas acompañantes) y catorce frailes, de los cuales siete eran dominicos y los otros siete, franciscanos.
           Siguiendo con el curso de la Junta que se celebró en la parroquia, diré que a la vista de la exposición de Manuel de Armas, se aceptó por unanimidad la propuesta de crear una escuela, tomando la decisión de que el Mayordomo, junto con el Alcalde Real Bernardo Cólogan Fallon, fuesen los encargados de redactar el plan que debía seguirse para la fundación de la escuela.
            Una vez elaborado y acordado por la junta el plan de acción el párroco Valentín Hernández citó al Gremio para que se reuniese en junta general en la que se acordó que: “Habiéndose leído el Plan dijeron que lo aprobaban y lo aprobaron en todas sus partes, y erigían y erigieron la expresada escuela en este Puerto, dotándola de doscientos y cincuenta pesos anuales lo que salió de la Junta por pluralidad de votos que recibió su merced, secretos, con el presente acompañado, y eligieron y nombraron todos a una voz por Maestro de la expresada Escuela al Presbítero don Rafael Ezequiel de Curras, confiados en su capacidad y conducta que la desempeñará según sus deseos, por qué la sirva y goce de su renta por toda su vida. Estando presente el dicho Presbítero dijo que aceptaba dicho encargo, y ofreció cumplirlo en forma y respeto a que desde el principio de esta Junta a quien todos los representantes dijeron que querían elegir por Maestro y en este estado se concluyó dicha Junta la que su merced aprobó y firmó con los que supieron”.
          Una vez obtenido el beneplácito de las autoridades eclesiásticas el Gremio de Mareantes compró en la calle el Lomo del Barrio de La Ranilla una casa a los herederos de Juan Bautista de Acevedo por ochocientos pesos corrientes.
            Se redactaron unos estatutos para el funcionamiento de la citada escuela que constaban de diez y seis artículos, que por no alargar innecesariamente esta crónico omito copiar, aunque me parece oportuno comentar algunos aspectos del articulado. Sólo se recibían en la citada escuela a los hijos o parientes cercanos de los mareantes y para evitar errores el mayordomo de la cofradía era el encargado de ese control y una vez recibidos los alumnos e hacia un listado alfabético, con la edad, nombre y apellidos de los alumnos y de sus padres, así como la fecha de admisión, exigiéndose aseo y limpieza en los niños que asistieran a la escuela.
            El nombramiento del maestro debía recaer en persona no sólo dotada de los conocimientos necesarios sino de probada buena conducta y costumbres, siendo preferido caso de reunirse las condiciones exigidos un mareante, aunque en caso de haberlo podría ser de otro pueblo de la isla o de las otras islas y en caso de no haberlos que reuniesen estas condiciones cualquier persona del Reino de España, que cumpliese los requisitos exigidos.
              Especial interés tenía el artículo séptimo del reglamente que reproduzco íntegramente pues nos da claras indicaciones de cómo iba a ser las enseñanzas.: “Será obligación del Maestro enseñar a escribir, dando precisamente lección diaria a todos los discípulos, sin atender a unos con preferencia a otros. Lo será asimismo el enseñarles la Doctrina Cristiana, debiendo además de la instrucción diaria en éste ramo señalar un día en la semana para imponerles en el Catecismo, y demás principios de nuestra Religión. Y a medida que se adelantaren los discípulos, deberá igualmente enseñarles las primeras reglas de la Aritmética”
              Los alumnos llegaban a la escuela a la edad de cinco años como mínimo y tenían seis horas de clase diaria, tres por la mañana y tres por la tarde, aunque en invierno se tenía una hora menos por la mañana. Había clase todos los días de la semana, excepto los jueves y el maestro estaba obligado a seguir los avances de los alumnos, para que si al cabo de tres años no hubiese avanzado lo previsto, comunicárselo a sus padres, no pudiendo ser despedido de la escuela ningún alumno, sin el visto bueno del mayordomo de la Cofradía de Mareantes.
            La citada cofradía pagaba al maestro doscientos pesos anuales y le daba alojamiento en una casa que a la vez serviría de escuela. Todos los alumnos estarían dotados de bancos, sillas tinteros, lápices, así como de plumas, tintas y libros, que serían pagados con los fondos que de la Cofradía de Mareantes. Se indicaba finalmente, que debía ser la Junta de Mareantes quien hiciese el nombramiento del maestro de la escuela, el cual debía cumplir con el horario y las obligaciones propias de su cargo, y en caso de que no las cumpliese sería reconvenido por el Mayordomo del Gremio de Mareantes. 

BIBLIOGRAFÍA
[1]       Anales, p. 537.
[2]    Descripción histórica del Puerto de la Cruz de La Orotava. Ayuntamiento de Arrecife y Cabildo de Lanzarote. 2003. Introducción, transcripción y notas de Margarita Rodríguez Espinosa y Luis Gómez Santacreu.
[3]      Anales, p. 110
[4]       AHPT. PN 3780.  Diego de la Cruz.10-VI-1633. Folios 74-75v.
[5]       Anales, p. 203.
[6]       Anales, p. 339. 
[7].      Anales, p. 174.
[8]       Anales, p. 97.
[9]       Estampas históricas del Puerto de la Cruz. La Escuela del Gremio de los Mareantes. Antonio Ruiz Álvarez. El Museo Canario. Nº 15, 49-52, 1954, p. 91-103.

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